Las ciudades son a nuestras vidas como los amantes, aquellos que deseamos y buscamos, aquellos que pueden quedarse una noche o toda la vida. Las ciudades son esos amantes de entretiempo que nos abrigan el invierno o derraman helado de nata sobre un pezón que tirita frío pero alegre en el mes de agosto. Desear es desear ser deseado. Por tanto, desear Lisboa es desear ser parte de ella o convertirse en amante provisorio.
Si Lisboa fuera una mujer, sería de aquellas que acaban en nuestra cama una noche, cuando estamos ebrios, y casi no recordamos su nombre cuando gemimos y agarramos la almohada con los tendones en tensión. Y no se marchan inmediatamente pero tampoco se quedan a desayunar.
Lisboa es como las mujeres que no se quedan a desayunar, no sabes cómo has llegado hasta ese cuerpo invertebrado que son sus ruas y no sabes cómo te sientes dentro de ella hasta que ya te has ido. Una vez de vuelta te salpicarán los ojos los charcos del tranvía amarelo, y habrá un fado que sea vapor en los cristales. Anochecerá y serán noites de lua, sin consuelo, del país de tristeza cercana y dulce. Desearás el regreso, como desearías volver a encontrarte con esa amante que se fue de la cama, pero ya no lo hay porque Lisboa será otra distinta cuando vuelvas.
Beatriz Jiménez
Cuando estudiaba en la facultad me cogí portugués como optativa. Algo que no fuera muy complicado, mi vida ya lo era bastante entonces y no tenía demasiado tiempo para estudiar. Esa necesidad del mínimo esfuerzo me descubrió un idioma lleno de dulzura y poesía. En tercero de carrera se convocaron unas becas para pasar el verano en Lisboa y nadie las solicitaba. Me lié la manta a la cabeza y pasé casi tres meses viviendo en un piso diminuto en la calle Jardim dos Tabaqueiros. De esa calle me gustaba hasta el nombre. Muy cerca del Tajo, casi pegada a Alfama y a poca distancia en tranvía de la universidad.
Una de las clases que teníamos era sobre cultura portuguesa. Los profesores apasionados siempre acaban apasionando y yo me dejé llevar por esa pasión prestada. Una noche fuimos a una casa de fados. Una mujer jovencita, vestida completamente de negro, acompañada por dos guitarristas, cantó "Lágrima". Este fue el primer fado que escuché. Dios mío, qué temblor en todas mis fibras, mis células. Esa música repetitiva, esas estrofas con tan poca variación y tan densas de contenido… El poder hipnótico de la música, el tabaco, el vinho verde y la posibilidad de entender al fin lo que estaban diciendo. Ese primer fado eclipsó a todos los demás de la velada. Fui muchas noches a aquella casa de fados, "O Forcado", en el corazón del Barrio Alto. Le pregunté a Nuno, el profesor, por más casas de fados, me dio una amplia lista y me prometió acompañarme alguna noche.
Cuántos cantantes desconocidos, cuántas voces desgarradoras, cuántos versos en la memoria. La semilla se iba quedando en mí, clavada; era una semilla con púas, punzante, dolorosa. Pero era una semilla que no quería arrancar de mi cuerpo.
En esa etapa hubo otros dos fados que me hicieron sangrar el alma: "Primavera" y "Abril". Quién me iba a decir que iban a ser tan importantes para mí años después.
Al acabar el curso Nuno me dijo que tenía un portugués de fado. No sé si eso era bueno o malo, pero no me molestó en absoluto.
Tú no conociste esta etapa de mi vida, tampoco habías viajado nunca a Portugal. Pensé que la mejor manera de pasar la luna llena de abril sería en Lisboa.
Nuestros canales de comunicación se habían multiplicado: palabras en el jardín, mensajes escritos o simplemente dibujados en los huevos de la nevera. Por ejemplo, un huevo podía llevar una cara sonriente, eso te deseaba un buen día. Un huevo con un ojo guiñado significaba gracias o prometía una sorpresa… Ibas a hacerte una tortilla y tenías un mensaje, era divertido. Otras formas de comunicación eran el móvil y el tabaco. Esta última era compleja. Aprendí a abrir los paquetes al vapor para poder dejarlos tal como estaban. En cada cigarro se podía escribir una frase, un mensaje o un verso. Nos llegamos a volver un par de neuróticos que observaban los cigarros antes de fumarlos, sin pudor, delante de cualquiera, ante el asombro de extraños.
Pocos días antes de la luna llena te mandé un sms al móvil: «Oficina de Turismo de Portugal: Conozca Lisboa a través de sus fados. As coisas vulgares que há na vida, nao deixam sudades…» Luego una invitación formal para ir a Lisboa.
El viaje a Lisboa fue algo más que un viaje. Se llenó desde el principio de símbolos, de acontecimientos extraños o, cuando menos, llamativos.
Salimos de tu casa cuando ya había caído la noche. Te dije que abrieras la guantera. Tres tabletas de chocolate y la invitación abrir sólo una. Tenías que elegir bien, porque dependiendo de esa tableta el viaje tomaría una u otra forma. Una de las tabletas era de chocolate puro, amargo; otra de chocolate con leche, dulce. La tercera, que fue la elegida, era un chocolate para niños, relleno de lacasitos.
Se hizo tarde y te dormiste en el coche mientras yo conducía, nunca llegué a decirte cuánto me gustaba llevar a pasear tus sueños. Cuando te despertaste la primera vez habíamos cruzado la frontera. Te volviste a dormir, pero te desperté antes de llegar al puente 25 de Abril. Me gusta entrar a Lisboa por ese puente, la vista de la ciudad corta la respiración. Antes de cruzarlo cambié el cd y dejé que Mariza y el fado del sms nos dieran la bienvenida. Y como sonaba "Chuva" comenzó a llover. Llegamos al Terreiro do Paço, en silencio, conduciendo lentamente a través de la noche lisboeta. Paramos junto al Tajo a fumar un cigarro. Había que buscar hotel y ya era muy tarde, las dos o las tres de la madrugada. ¿Cómo se busca un hotel en un viaje lacasitos? Es fácil. Se decide una dirección antes de arrancar el coche, se elige un fado y cuando el fado termina tienes que quedarte en el hotel más cercano, si es caro es un fastidio, si es cutre también, pero es lo que tienen los viajes lacasitos. La elección del fado es también importante, así que, tras pensarlo, decidimos poner uno que hablase de las calles de Lisboa, "Vielas de Alfama".
Agotados nos fuimos a dormir. Aquella habitación no daba al río, pero su ventana daba al cielo, a ropas tendidas, a tejados con moho. Estábamos muy cansados. Encendimos una velita en la mesilla, me senté en tu cama, te leí un cuento y caímos rendidos.
Para comenzar el duro día que se nos avecinaba te prometí un desayuno a la lisboeta: un delicioso café brasileño y un pastelito de natas de Belem.
D. Morais
Si acompañas un pastel de natas de Belem con un café, el día se convierte en una promesa de alegría.
Esa mañana nos dedicamos a recorrer las calles, Alfama, barrio da Estrela, Mouraria… Íbamos descubriendo los nombres: Rua dos Desamparados, Rua da Rosa, Rua da Espera, Rua do Jornal das Notícias, Rua da Saudade, Rua da Saudade… Rua da Saudade.
En mi cabeza estaba la idea del viaje lacasitos, así que me puse manos a la obra. Te dije que para subir al Barrio Alto lo mejor era coger un tranvía. Hay uno que hace un precioso recorrido desde la Baixa hasta el Miradouro de São Pedro de Alcántara. Nos pusimos a esperar en la calle, encendí un cigarro. Llegó el tranvía y dejé que subieras, luego di paso a una señora y después salí corriendo. Y te dejé en aquel tranvía, sin una palabra de portugués que echarte a la boca y sin saber donde tenías que bajar. Mensaje a tu móvil: busca un cíber.
Desde un cibercafé cercano te mandé un par de mensajes al correo. El primero era el dibujo de la constelación de Géminis, las estrellas bien destacadas. El segundo era un plano de Lisboa.
¿En qué consistía el juego? Debías imprimir los dos dibujos haciendo que los tamaños coincidieran. Había dos estrellas que llevaban los nombres de dos plazas lisboetas. A partir de ahí tenías que averiguar cuál era el camino a recorrer, en qué orden seguir las estrellas para llegar a tu destino.
Entretanto me fui a por el coche, seguí tus pasos a una distancia prudencial, deteniéndome, caminando, recorriendo callejones. Varios mensajes más al móvil facilitando las pistas. Tres horas después nos encontramos bajo la estatua del poeta del Chiado. Tocaba café en «A Brasileira». Agotados, con mil detalles que contar y escuchar. Muertos de risa. Así deben ser los viajes lacasitos.
Fuimos a comer a una pequeña taberna del Barrio Alto. Estábamos prácticamente solos. De los viajes a Grecia recordabas la manera de colocar las sillas junto a las mesas, sin rodearlas, casi en paralelo, preparadas para que la gente se sentara mirando a un punto común. Me propusiste sentarnos "a la griega" y así lo hicimos, uno junto a otro. Pedimos el menú del día y comenzamos a comer. No habíamos reparado en que a nuestras espaldas estaba sentado un anciano completamente borracho de vinho verde.
El anciano rompió el silencio para decir tres frases. Entre frase y frase hubo largas pausas.
— O no tuviste corazón, o jamás lo utilizaste.
— Desde que tú te fuiste jamás volví a tomar vinho verde mezclado con tus colores.
— Olvidaste los versos que te dije y para mí llegó la muerte completa.
Nos quedamos en silencio. La realidad se nos hacía incomprensible. Fuimos a dormir al hotel. Era necesaria una siesta.
Por la tarde te propuse una excursión, acercarnos la Boca del Infierno.
En las afueras de Cascais entramos en un viejo vagón de tren reconvertido en bar. La conversación era pausada, nos contábamos Lisboa, nos contábamos Friburgo… Nos contábamos la noche de los almendros. De pronto comenzó a llover. Silencio. Me mirabas detenidamente, me decías que querías retener en la memoria todos los detalles de esa noche. La lluvia arreció, golpeaba los cristales. Metiste tu mano en un bolsillo de la chaqueta y sacaste siete almendras.
—Es hora de plantar almendros –dijiste–, pero quiero que los plantemos en Lisboa. En los jardines públicos de la ciudad. Las guardo desde aquella noche de almendros.
Regresamos a Lisboa. Regresamos a los callejones con nombres llenos de poesía. Regresamos a la ropa tendida y el aroma del mar. Y volvió a sonar "Chuva".
Y llovío.
Aparcamos frente a mi café lisboeta favorito, el Pavilhão Chinês. No teníamos prisa; la noche podía esperar en las calles de Lisboa la siembra de los almendros. En aquel café de paredes rojas y miles de objetos almacenados en las vitrinas volvimos a retomar capítulos secretos de nuestras vidas separadas. Me contabas tus años de frío en de Irlanda, de tus miedos, de tus minerales … Y cuando me tocaba hablar a mí dijiste.
— No me cuentes nada de tu vida. Cuéntame la vida como si fuese un cuento.
Y así comenzó el cuento de los dos ancianos muy ancianos que vivían solos en una playa de Adelaida. Tan ancianos que no recordaban sus nombres, sus edades o su parentesco. Uno llamaba a otro "Papá-uno", al más joven lo llamaron "Dosito". Y con el cuento en mi boca mezclado de café salimos a las calles de Lisboa. Había dejado de llover, el cielo se despejaba y había luna llena.
En la calle todo había cambiado, o así lo percibía ahora nuestro estado de ánimo. Nos sentimos enfermos de melancolía, o mejor dicho, de saudade. Recordamos las palabras del anciano, me dijiste que le repitiera las frases. En ese momento vimos el primer par de zapatos abandonados en medio de una calle. Parecían colocados a propósito, no parecían perdidos.
Planificamos la siembra. Cada uno plantaría un almendro, pero debería primero ponerle un nombre. Cada almendro sería una historia que no queríamos que cayera en el olvido, o un deseo que queríamos que se cumpliera. Nos debíamos contar el porqué de cada almendro antes de plantarlo y buscarles el mejor de los sitios. No todos estarían juntos, a cada almendro le correspondería una avenida o un jardín. Una nueva constelación de almendros coincidiendo con un plano imaginario de Lisboa
Plantamos "Lealtad" y "Reposo", "Olvido" y "Guarida". Fumamos hachís y la sed nos pudo. Paseábamos por el Barrio Alto buscando un bar abierto. Los mismos zapatos, en la misma calle, pero en una posición distinta. Entramos al bar, tú quisiste pedir en portugués después de ensayar delante de mí varias veces: duas cocacolas, se faz favor… Cuando estabas a medias empezó a sonar otra vez el mismo fado. Y ese fado nos persiguió toda la noche, salía de una casa, sonaba desde un coche, era la música de fondo de otro bar… "Chuva" a todas horas.
La noche se prolongaba. Dos personas unidas y tan solas intentando ser jardineros, pero lo que sembraron en los jardines fueron sus propias historias. Llenaron parques y plazas, cafés y poemas de Pessoa. Llovía lentamente cuando se ocultó la Luna más allá del Castelo de São Jorge, cuando se perdieron en el cielo los últimos tranvías amarillos.
Plantamos "Saudade" y "Reencuentro".
Con la última semilla en el bolsillo nos fuimos al hotel. Queríamos plantarla en el jardín de mi casa. En el camino volvimos a encontrar un par de zapatos abandonados.
Te dormiste y yo no pude dormir. Por primera vez lloré en silencio. Ya no lloraba como otras veces por acompañarte, por solidarizarme con tu pena; ahora lloraba por mí. Sabía que el destino me arrebataría ese tiempo en el que cada día era verso de un poema con métrica rígida, que no se podrían escribir más versos que los exigidos por la estrofa, que la muerte de nuestro tiempo, antes o después, se llevaría las palabras y sólo quedarían los almendros.
Por la mañana comenzó el viaje de regreso. Las maletas preparadas, último café. Al lado del coche una pintada sobre un muro desconchado; aún despedía su ácido aroma de pintura reciente:
Tenho urgência de cantar con você.
Hay que cruzar fronteras, volver a cambiar de idiomas. Volver a volver, siempre se vuelve aunque no se quiera volver. Elvas. Me regalas un pañuelo negro de bruma y noche; un cordón umbilical de gasa que más tarde se convertiría en cielo estrellado en una casa de la llanura helada. Estremoz. Compramos vinho verde. Tenho urgência de cantar un fado con você…
La noche se hace país. Se cruzan las fronteras horizontales, las ancianas cicatrices de la tierra que separaron costumbres, horas, miradas y lenguas. Melancolía de dos solitarios unidos que ahora prefieren decir saudade, porque desde ese momento les faltaría la Luna Llena de Lisboa. Porque en todos los relatos alguien se aleja… Pero siempre se vuelve, y se vuelve a volver; y aunque no se quiera volver, siempre se vuelve…
D. Morais
Lisboa fue un destino y una huida sólo para poner a prueba al corazón en uno de esos viajes en los que la compañía del otro es el viento que vira por nosotros.
Llegué a Lisboa dejándome llevar por carreteras secundarias y pueblos desmantelados por el tiempo, parando y tiritando en una gasolinera ya a las puertas de Portugal. No teníamos dinero y fuimos a caer en una pousada lisboeta. De lugares como aquel yo sólo había leído en las novelas de Balzac, me sorprendió que no fuera lugar de tránsito, sino decadente y perpetua estancia de sus habitantes, donde se esconden de ellos mismos y reina el desorden y hay un perro en la cocina que busca con el hocico en el cubo de la basura.
De día hace sol en Lisboa y es noviembre, y yo descubro que la ciudad tiene mar, y que el mar es hostil, y que la torre de Belem está lejos, muy lejos, caminando en paralelo a unas vías de tren oxidadas mientras nos provoca un viento bravo del Atlántico. Durante 10 kilómetros de mundo que no caben en ningún cuento, me acompaña la conversación de mi dialogador incansable. Y huele a sal añeja desde la Torre de Belem. Es Lisboa y un hombre vende castañas pegado a la muralla, caminamos sin cesar arriba y abajo, buscando tranvías como quien busca perseidas. Hace sol y Lisboa se cae y se rompe y crece y mengua a nuestro antojo; del Barrio Alto a Alfama, azulejos y miradores. Se hace de noche y cae una lluvia dulce de noviembre, y nos metemos en el coche y vemos como Lisboa llora.
Es Lisboa y follamos toda la noche. En la posada me agarras con violencia despojándome de unas sábanas amarillentas, rodeados de paredes desconchadas, de olor a humedad, a cuerpo, a negligencia; y amanecemos exhaustos y devoramos en una esquina un pastel de Belem al lado de una anciana que pide limosna sentada sobre una silla de mimbre.
Y regresamos y he decidido que te quiero. Y tengo nostalgia de Lisboa y es ahí cuando comienzo a documentarme y a entender de fados y de gente que no sonríe.
Yo tenía 19 años, no sabía nada de saudades y me las llevé dentro del cuerpo, haciendo burbujas en los vasos sanguíneos. Ahora cada vez que este músculo llamado corazón bombea sangre se remueven por dentro las noites y el Tajo negro desembocando en el mar de mares.
Beatriz Jiménez
Es curioso como no he olvidado ningún momento de los que hablas. No he tenido que hacer ningún esfuerzo por saber de qué momento hablabas. Y sólo escribo para responderte al "Por qué" de Lisboa. La respuesta es simple: porque me lo habías prometido. Me lo habías prometido cuando éramos amigos con posibilidades de algo más. Y a un niño como yo, que se ilusiona con encontrar un pastel alemán en un supermercado de Tirso, con comerse un pastelillo de Belém en una pastelería a la que llegaría con los ojos cerrados... no lo podías desilusionar. Todavía recuerdo el primer amago que tuvimos de hacer ése viaje y sólo pensar la posibilidad de que se convirtiera en realidad me hacía inmensamente feliz. Quién me iba a decir que sería no sólo ese viaje sino que vendrían más. Pero Lisboa tenía que ser el primero, porque tanta tristeza sólo se puede respirar en un lugar así. Allí se quedaron anécdotas, ya graciosas con el paso del tiempo: no sabía que podía pasear durante cuatro días enganchados de la mano como si no quisieses que me escapara... Allí se quedó casi todo y tendremos que comprobar que allí sigue.
Antão dos Búzios
Sinceramente, nunca supe muy bien encontrar los porqués de las cosas. Uno se pone a pensar y, a fin de cuentas, nunca encuentra una razón convincente para nada de todo eso que hace diciendo ser importante. O bien encuentra tantas razones que todas se vuelven pálidas, y no son más que un papel mojado que se pega en la suela del zapato. El porqué de Lisboa nunca fue nada más importante que eso, un papel mojado. Podría decir que los monumentos, las plazas, los lisboetas y el fado. Podría hablar del decadente encanto de las ciudades que son iguales a las fotos que tomaron de ellas hace cincuenta años, y que cubren al paseante de un aurea color sepia, de olores a especias y pescado, de las paredes de azulejos, de las barberías, y de vagabundos y borrachos que te hablan en las noches, y quieren enseñarte a cantar en portugués.
Papel mojado. Sólo eso. Los azulejos, el pescado, los pasteles de Belem, los vagabundos que te enseñan a cantar en portugués no son más que una nebulosa que quedó atrás en la memoria, pequeños esbozos de un todo incomprensible que ya no alcanzo a ver. Habría que buscar en otro lugar si queremos una razón. ¿Por qué he venido a Lisboa? Y entonces me doy cuenta que no hay un por qué, y precisamente ese es el mejor motivo. El único motivo de este tren, del subsiguiente hotel, de los consecuentes paseos, de las intencionadas pérdidas por Alfama, Mouraria, Barrio Alto. Al fin y al cabo Lisboa no es más que un enorme cascarón recostado, hecho de adoquines, farolas tenues, fuentes, callejuelas. Muchas callejuelas. Recuerdo que aquella vez estuve sentado en una puerta cualquiera, en una estrechísima calle cualquiera, y haberme encontrado debatiéndome entre un nostálgico romanticismo y un coherente sentido estético: la imagen desteñida, recortada de alguna revista, y convertida en un cuadro callejero, colgaba frente a mí con el marco adornado de espumillón navideño, igualmente desteñido, y yo no sabía si aplaudir o incendiar. Seguramente aplaudir, aunque el santo tal vez se ruborizara. No obstante, llevaba con mucho orgullo aquello de proteger una humilde casa de Mouraria colgando junto a la ventana. Ni envidia ni rencor hacia el apuesto Jorge que en su castillo daba muerte eternamente a un dragón de piedra.
Tal vez Lisboa no sea más que eso, un entrecruzarse de imágenes y olores que degradan y destiñen atrás en el tiempo como destiñe también el cuadro del santo. Pero tal vez Lisboa sea también, precisamente, una excusa para repintar los viejos recuerdos, y construir los nuevos. Pues espero recordar por siempre el momento en que te encuentre. Sé que debes estar por alguna de estas calles. Quizás en una cafetería con las paredes llenas de botellas, o mirando el rojo cascarón lisboeta desde algún mirador. No sé cómo te habrá tratado el tiempo. Lisboa es siempre la misma. Los tranvías hablan tanto de aquellos años, de aquel viaje fugaz que hice hace ya dos décadas, de aquel día en que nos conocimos y a la vez nos despedimos y desde entonces nunca más nos vieron sentarnos junto al Tajo, la plateada lengua de la península (como te dije aquella vez), la plateada lengua de Europa (como me corregiste), la plateada lengua del Mundo (entonces reímos). Ese día el Mundo hablaba portugués, y la plateada lengua hablaba por tu boca y me enseñabas a pronunciar algunas palabras (es como el español pero apretando los dientes, decías).
Pero las horas pasan y no sé dónde puedes estar. Son ya tres los días que Lisboa me mantiene entre sus paredes, empujándome de acá para allá como una pelotita que rebota en todo rincón. Me detengo a veces. Fumo. Miro el cielo. El cielo en Lisboa es una pantalla infinitamente azul. Es verano y la única nube es un rayón de tiza perdida en esta inmensidad que pesa sobre la cabeza, como empiezan a pesar los días. Lisboa me da todo lo que deseo, me sorprende incluso con presentes que ni siquiera había imaginado (tendría que ponerme a hablar del conmovedor concierto de fado que surgió de modo imprevisto, improvisado, simplemente una guitarra portuguesa y una voz que casualmente se encontraron en aquella taberna y nos tiñeron de negro el alma, llenándola de barcos, de mar, de lluvia). Pero los días pesan porque pesa la incertidumbre. Camino y camino y no veo que sea capaz de encontrarte. Ni si quiera me veo capaz de reconocerte, pues ni yo me reconozco en esta alocada idea de venir a Lisboa buscando a una chica que hoy será ya una mujer y que tan sólo pasó conmigo unas diez horas escasas, hace veinte años, antes de que las obligaciones y la burocracia me obligasen a volver a casa. Recorro uno a uno los lugares que recorrimos. Recuerdo uno a uno nuestros gestos, nuestros pasos. Sé que aquí nos conocimos. Yo simplemente estaba perdido y había entrado en un bar que ya no existe, y que debía estar en esta esquina. Y al salir de allí llovía y tú tenías un paraguas y ganas de fumar, y yo sólo me mojaba y prendía un cigarrillo, me invitaste a entrar en tu refugio impermeable a cambio de un malboro y entonces empezaste a enseñarme palabras, isqueiro, chuva. Fue lo primero que compartimos, un cigarrillo, un paraguas, unas palabras en portugués. Pero pronto fueron también todas las luces de Lisboa que brillaban para nosotros desde aquel mirador que jamás hubiese encontrado sin ti. Y caminamos y caminamos y la ciudad estaba verde entera de luces nocturnas, a ratos anaranjada, pero sobretodo verde, y seguimos caminado un largo rato y al fin estábamos allí, la Torre de Belem, pensé que sería más grande, y el Monumento a los Descubridores con una gigantesca rosa de los vientos. Idiotas, pensábamos, ¿qué quieren descubrir? ¿Acaso no ven que hoy el mundo está aquí y habla portugués? ¿Que esta es la garganta del mundo, y su lengua, y pronuncia como nunca la palabra saudade? Estábamos frente al Tajo, y los descubridores miraban sin ver. En ese momento me enseñaste la palabra saudade, que sólo ahora comprendo, sólo ahora después de veinte años en los que tal vez ni te pensé, quizás a veces simplemente fuiste una anécdota, una imagen, un pequeño pájaro que distrae la vista al cruzar el cielo. Pero hoy, veinte años, deseo como nunca encontrarte y ni siquiera seré capaz de reconocerte. Tan sólo están los lugares eternamente iguales. La Torre, los descubridores, el Tajo. Pero la Lisboa que yo conocí ya no está, pues no estás tú, irrepetible como la lluvia calurosa de aquel verano. No es tristeza, no es nostalgia, es algo así como un papel mojado pegado en el zapato, un papel que al mirarlo nos descubrimos a nosotros mismos hace veinte años disfrutando una felicidad hoy tan desteñida y mojada como ese propio papel. Es saudade.
Y sólo en el regreso, cuando mi cabeza repiquetea apoyada en la ventanilla de aquel tren, observando un paisaje que se pierde hacia el infinito, me doy cuenta de que todo no ha sido en vano, de que en realidad te encontré en cada rincón, en cada azulejo, en cada adoquín. Soy un nuevo profeta descubriendo un nuevo misterio trinitario, la encarnación de la diosa en tu piel, el alma lisboeta siempre eterna bajada del Barrio Alto para presentarse ante mí, mortal, para enseñarme el amor nostálgico hacia Lisboa, la saudade, las ganas de estar y no estar. Comprendo entonces, en la vuelta, que aquella mujer que fuiste no era otra cosa que la propia Lisboa tendiéndome su mano. El Tajo en la noche tus cabellos negros, tu sonrisa entera los blancos azulejos, tus ojos los miradores por los que la ciudad brilla. Lisboa había sabido recibirme bien. Sólo ahora caigo en la cuenta. Lisboa encarnada en cuerpo de mujer me tendía la mano. Es inútil que busque de nuevo esa carne, ese andar, tu sonrisa, tus ojos, pues ahora sé que te paseo en cada calle, te observo en cada ventana, te escucho en cada fado y en cada muro te toco. Lisboa y tú, tú y Lisboa, no sé si hay algún modo de diferenciaros, pero ahora sé que prefiero este destino en el que he dejado de creer en esa diferencia.
Ramiro González Coppari
Lisboa era hasta entonces una tarde de abril y un cielo eterno. Lisboa fue después la Rua de Santa Catarina y tu brazo, copia de Fidias, que me hacía gestos desde la ventana para que entrase a tu casa; tu voz, en ese momento, conjugaba calles y plazas. Pasé junto al altar lleno de huellas de infinito y con una timidez reverencial ocupé una butaca. Un segundo, empiezo a sentir que lo que vivo es mágico. Dos segundos y miro tu espalda lisa como una gota de aceite, cubierta apenas por una gasa negra. Tres segundos y cantas el Fado da Rua da Bica. Un segundo de esos que tu calificas de “miraculados”, me gusta esa palabra, me gusta cómo la dices. Y sigue el Fado da Rua da Bica y me cuesta comprender el idioma del violín y las guitarras, pero comprendo, como si estuviesen escritos en mi lengua materna, los versos de tanta ausencia. Otro segundo más y recuerdo la primera vez que escuché aquel fado, caminando solo sobre el puente de Oporto.
Un ensayo en casa de Mísia
Cantaste después Lágrima mientras yo acariciaba en mi regazo a Miss Bonsai. Pensé en Amália y en sus lágrimas, y te miré mientras cantabas en el centro del salón. El fado, pensé entonces, no distingue a estas dos mujeres que tienen en la garganta saudades más antiguas que aquellas que sus propias voces cantan.
Desde hace años Amália y tú me acompañáis casi de forma cotidiana. Desde hace años cantáis en mi coche cuando cruzo el Puente 25 de Abril. Mi rito, mi peaje personal de entrada es un CD que le pregunta a la ciudad la razón de sus esperas: “Que fazes ai Lisboa?” Y la miro desde el puente, desde mis ojos húmedos. Y nunca me decepcionan los regresos y siempre Amália y tú sois voces nuevas en vuestra propia voz.
Cierro los ojos. No quiero mirar, no quiero sentir, sólo escuchar. Al abrirlos solo hay violín y voz. Un violín con acento ruso y argentino; un violín portugués. Tu mano blanca sujeta una página con el repertorio del homenaje a Amália. Miro los títulos como si fuesen calles, como si fuesen ruas empedradas. Cada título despierta emociones estratégicamente escondidas en la memoria. Emociones viejas que se van rejuveneciendo en tu voz. ¿Y si aquí entra el violín? ¿Y si esto lo hago a capella? ¿Has visto qué versión tan divertida del Lerele? Asisto mudo al nacimiento de un concierto, me paraliza tu energía creativa. Pienso una vez más: “momento miraculado”. Milagros que se prolongan hasta que el viento, con su látigo, quebró el espejo de la luz de la tarde y los espejos quebrados en mi interior.
Después, como en el cine, llegaron los exteriores, las escenas de calle. Unas colchas danzaban divertidas en unos balcones de Rua do Loreto –colchas ricas nas janelas-; tu brazo cogido del mío mientras sorteamos los acantilados que se crean de cuando en cuando en la calzada a la portuguesa, una lámpara de pinza en un anticuario reclama nuestra atención, el café del chachachá y la celebración de aquel estreno. Escucho frente a una ensalada olvidada tus historias amenas e intensas, tus emociones y tus recuerdos mientras bebes sorbos diminutos de una copa de vino. Escucho y me bebo a sorbos largos tus palabras y me emborracho en tus ojos de color indefinible. Hablamos y hablamos; reímos y reímos; y a veces tarareas y me contagias saudades que van creciendo a pesar de las sonrisas. Mañana me marcho, pienso y sé que se tendrá que completar el círculo de ritos. Otra vez el CD sobre el puente “Quando eu partir, reza por mim, Lisboa… Saudade atroz que o coração magoa…”
Volvemos a la calle y, mientras te acompaño hacia tu casa, me revelas historias de canela y sueños en un coche, de cansancios y viajes. Pensé que hablabas con la misma pasión que transmites al cantar. El fado no es en ti casualidad. Fue él, dios caprichoso, quien te eligió. Ya no tenías opción. Con ese pensamiento prestado aparto mi mirada y busco las colchas del balcón, pero ya no están. Lentamente desaparecen los telones y los actores. En un instante tampoco estabas tú. Te vi alejarte, misteriosa y humana, sin mirar hacia atrás cuando te estaba echando ya de menos; pero no por eso dejé de sonreír.
Se me hacía tarde y, aunque no tenía una bici, bajé pedaleando toda la Rua da Bica.
D. Morais
Si estuviera esta tarde de lluvia en Lisboa, dejaría mi hotel y subiría por la Rua da Glória hasta el mirador de san Pedro, pediría un pingado en un bar que hay enfrente, regaría uno de los almendros que planté hace diez años y bajaría por la Rua Nova da Trindade en dirección hacia el Chiado. Me sentaría en el peldaño de una tienda de antigüedades o de una librería de segunda mano, o mejor aún, en el portal de la casa de los azulejos, miraría a la derecha, a la fachada violeta del teatro y recordaría inviernos más felices y de cabellos más cortos. Me desviaría un poco hasta el Largo do Carmo para hacer una fotografía del suelo, de los adoquines que pisamos bailando de madrugada junto a la fuente, cuando ya la música se había apagado de todos los locales de Lisboa y no quedaba de ella más que una migaja entre tus labios, un sol sostenido, una migaja que degusté con parsimonia e intención de pecado. Bajaría buscando el Largo de Camões, atravesaría la Rua do Sacramento y me santiguaría con más ganas que devoción ante la iglesia que le da nombre a la calle. Y bajaría a la FNAC, y en la tiendecita pequeña que hay en la puerta te compraría un par de gominolas y después, por la Rua Garret, ignorando las viejas librerías, yo elegiría llevarte un ramo diminuto de violetas africanas. Y en el Largo de Camões, como siempre, me detendría a mirar como hacen fuegos artificiales en las curvas los tranvías amarillos, y como se reflejan en el escaparate anciano de la peluquería que hace casi esquina con Pavía de Andrade. Y pisaría charcos, y respiraría el olor de los petiscos del bar viejo viejito de la primera calle que sube al Barrio Alto desde la plaza. Y miraría las palomas alejarse de la estatua, si estuviese esta tarde de lluvia en Lisboa. Y en el Largo de Camões tendría dudas y no sabría si recorrer el mundo por arriba o por abajo, si ir hacia el segundo mirador por Rua de Loreto y ver el arco grande, y encontrarme de frente con la calle más bella del mundo, y me da igual que me cojas la mano y me digas que exagero. En la esquina de esa calle te abracé fuerte un día.
Quizás no lo recuerdes. Si eligiese el mundo de abajo iría por Alecrim y pasaría por la puerta de mi academia de portugués. Pasaba las horas de clase con el teléfono sobre la mesa, esperando una llamada. Qué irreal me parece ahora el tiempo de las esperas. Y si estuviese esta tarde en Lisboa iría hacia tu casa por la Rua de São Paulo y después entraría en el laberinto de vientos fríos, callejones, escaleras, escaleritas, y calles estrechas. O mejor, de ruas e ruelas, vias e vielas, escadas e escadinhas; así lo diría si esta tarde estuviese en Lisboa. Y llegaría cansado por fin hasta tu puerta, con gominolas y violetas africanas, con sed de té verde y hambre de almendras amargas, así llegaría si esta tarde de lluvia estuviese en Lisboa. Así, hasta tu casa. Con un verso en mis labio que anoche convertí para ti en un grafiti sin atreverme después a llamar a tu puerta. No llevaba violetas, ni gominolas. Pero tenía, puedo jurártelo, las manos llenas de tinta negra y el verso hecho grafiti queriendo ser de voz.
D. Morais